domingo, 18 de noviembre de 2012

Solidaridad sobre dos ruedas



Recientemente me he enterado de que la Fundación Alberto Contador y la Asociación de Minusválidos de Pinto (AMP) están embarcados en un proyecto de recogida de bicicletas usadas para países en vías de desarrollo. La iniciativa comenzó con gran éxito durante la pasada Vuelta a España, en la que se recogieron más de quinientas bicicletas. Para todo el que esté interesado en colaborar, copio a continuación el enlace a la página, donde se dan detalles e información de contacto: reciclaje de bicicletas.

Excuso decir (más bien, escribir) que me entusiasma la idea. Y, sobre todo, cuando veo por las urbanizaciones de mi barrio la cantidad de bicicletas que están criando polvo en los aparcabicicletas dispuestos al efecto. Una pena. Pero, más que dar un montón de razonados argumentos de por qué sería fantástico dar salida a una bicicleta que no se usa, y que la que propone la Fundación Alberto Contador es quizá la mejor de las posibles, me limitaré a transcribir un texto que viene que ni pintado. 

Contextualizo el texto (valga la redundancia). Se trata de una cita del libro Running for My Life de Lopez Lomong, un niño de la guerra sudanés al que los rebeldes secuestraron con seis años y que,  después de conseguir escaparse, pasó diez años en el campo de refugiados de la ONU en Kakuma, Kenia. Lomong acabó nacionalizándose americano y representando a USA en las olimpiadas de Beijing, donde fue el abanderado del equipo americano, y también en las de Londres, en las que llegó a la final de cinco mil. De momento la historia de Lomong no ha sido traducida al español, pero quien tenga ciertos rudimentos de inglés, puede conocerla a través de un sucinto vídeo que está en YouTube: la historia de Lopez Lomong.

Lo que sigue son las palabras de Lopez Lomong (la traducción es mía) cuando llegó con dieciséis años a la casa de sus padres de acogida en el estado de Nueva York. Su padre le acaba de mostrar la que será su bicicleta en su nuevo hogar:

Después de que me dieran la bicicleta, me parecía imposible que mamá y papá pudieran enseñarme nada mejor. En Kenia solo tiene bicicleta la gente muy rica. Yo los veía montar en sus bicis cuando salía a correr alrededor de Kakuma. Nunca jamás, ni en mis sueños más descabellados, había pensado que pudiera llegar a tener una. Y aquella bici era mía "si la quieres", me había dicho papá. ¿Quién no iba a querer una cosa tan maravillosa?

No tengo nada que añadir.







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