domingo, 15 de abril de 2012

La soledad del biker

Hay quienes sostienen en el mundo periodístico que la verdad de las cosas no debe estropear un buen titular. Si trasladamos esto al mundo de la literatura, nos encontramos con títulos tan sumamente sugerentes que parece que invitan a no leer el texto, no vaya a ser que no esté a la altura de las expectativas creadas. Tal es el caso de la obra de Allan Sillitoe, La soledad del corredor de fondo (The Loneliness of the Long Distance Runner), sobre la que no voy a hablar en esta entrada, ya que esto es un blog de MTB, no de literatura. Me quedo con el sugerente título, una auténtica genialidad. Me quedo con el título y me quedo con lo que evoca para tratar un tema que me resulta especialmente atractivo: la soledad del biker. Vaya por delante que, como título, La soledad del biker no resulta tan eufónico como La soledad del corredor de fondo, que tiene una estructura mucho más rítmica. Nada es perfecto.


Pero centrémonos en la soledad del biker, del corredor de fondo, del montañero o del deportista en general. Y es que en todo deporte (sobre todo los individuales, pero también los de equipo) la soledad -una soledad que considero buena- aparece, más tarde o más temprano, de manera inexorable. Porque, al fin y a la postre, uno sube las cuestas solo, supera los desfallecimientos solo, disfruta solo de una bajada por un sendero que discurre por un bosque increíble... Solo, aunque se trate de una marcha organizada en la que participan más de mil bikers. Al final, el sufrimiento, el gozo y la posterior satisfacción nos los llevamos puestos y quedarán en el recuerdo personal -y transferible- de cada uno.

Reinhold Messner, el primer alpinista que coronó (sin oxígeno) los catorce ochomiles que existen en el mundo, dijo en una ocasión: "Esta escalada en solitario es una ocasión de vivir, de experimentar sensaciones que la vida y el mundo me ofrecen". Pues eso. Cada vez que nos ponemos las zapatillas, nos subimos a la bici, escuchamos el "clac-clac" de las calas enganchándose en el pedal y empezamos a rodar, se nos brinda una ocasión de vivir más intensamente, de experimentar sensaciones maravillosas que la vida y el mundo nos ofrecen, de volver a disfrutar del contacto con la naturaleza -siempre distinta- y de la lucha con nuestros límites -físicos, psicológicos- en una actividad que nos proporciona la tranquilidad, el silencio y la soledad que necesitamos para echarnos una mirada introspectiva, tan necesaria en este mundo traidor que no invita más que a la dispersión.

Quizá algún lector piense que se me ha ido un poco la pinza. Estoy seguro, no obstante, de que me entenderán muchos aficionados a la montaña -no hace falta haber escalado ochomiles sin oxígeno- que, a  menudo, habrán experimentado en la armonía y el silencio de la naturaleza la añoranza -y la esperanza- de un mundo mejor.


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